dijous, 20 d’abril del 2023

Romanticismo y antropología

"Paisaje de crepúsculo con dos hombres", de Caspar David Friedrich

Artículo publicado en la revista Universitas, 2-3 (1988) : 55-57

ROMANTICISMO Y ANTROPOLOGIA
Manuel Delgado

"Mon coeur désire tout, il veut tout, il contient tout. Qué mettre à la place de cet infini qu’exige ma pensée... ?"
(Obermann, Étienne Pivier de Senancour)

Está próxima –si es que no se ha producido ya– la edición española de la compilación que, bajo la dirección de Britta Rupp-Eisenreich y con el título de Historias de la antropología (Jucar), recogió las ponencias y comunicaciones presentadas al congreso que se celebrara en París, en 1983, acerca de la formación del pensamiento etnológico durante los siglos XVIII y XIX. Resulta significativo que un buen número de estas contribuciones -de la consagrada a la Volkerkünde alemana al artículo que glosa el aspecto antropológico de la personalidad de Charles Nodier- aludan, en primer término, al papel estratégico que jugara en la construcción de la disciplina la influencia romántica, especialmente por lo que hace a las primeras fases del movimiento en países como Francia y Alemania.

Estas constataciones no son del todo originales, puesto que ya Lévi-Strauss había formulado una apreciación parecida en su famoso artículo «Las tres fuentes de la reflexión etnológica»,al indicar al primer romanticismo como uno de los puntos de referencia, a partir del cual la antropología adopta una personalidad específica en el tratamiento del problema del «otro». Este valor inspirador alcanza a determinar –señala el fundador de la antropología estructural. Los aspectos de mayor ascendente de la obra de Tylor o Morgan, que son también los más alejados del esquema darwiniano y del evolucionismo sociológico ingenuo y que se constituyen en directos deudores de las interpretaciones regresivas de principios del XIX.

Pero, ¿qué tienen esos primeros pasos del romanticismo que ver, ya no únicamente con las raíces de la antropología sino con la propia sensibilidad etnológica más actual? Sin saberlo, Arnold Hauser nos proporciona una respuesta para ello en sus comentarios sobre los orígenes del movimiento romántico, a principios del siglo pasado: «Hubo también antes generaciones que tuvieron el sentimiento de haber envejecido y desearon una renovación, pero ninguna todavía había llegado a hacer un problema del sentido y de la razón de ser su propia cultura y de si su modo de ser tenía algún derecho de ser así y representaba un eslabón necesario en el conjunto de la cultura humana».

Quienquiera que conozca la literatura antropológica actual, especialmente la europea, y que haya percibido y de algún modo hecho suyo el sentimiento de melancolía de desapego por los valores habitualmente mostrados como inalterables que destila, entenderá leyendo a su vez a los primeros románticos, el paralelismo que la evidencia escrita permite establecer entre ambas animosidades. Se trata de una incomodidad crónica, una desafecto con relación a la propia era en que ha tocado vivir, lo que en el caso del romanticismo inicial se llamaba el «mal du siècle». Con ello, esa sensación de comunión con el universo entero y esa vocación de totalidad que ya preludiaba Rousseau en sus Confesiones. Novalis lo definía como una «nostalgia», que tomaba a veces la forma de un «afán de estar en el hogar en todas partes», y la creación literaria como un sueño «de aquella tierra natal que está en todas partes y en ninguna». 

Lo que decía Schiller de aquellos románticos, bien podría valer para un buen número de cultivadores de la etnología moderna: «desterrados que languidecen por su patria». La definición de Novalis de en qué consiste la poesía romántica, bien podría pasar por una declaración de principios metodológica en etnografía: «El arte de mostrarse ajeno respecto de un objeto y, sin embargo, hacerlo conocido y atractivo... el arte de dar a lo ordinario un aspecto misterioso, de dar a lo conocido la dignidad de lo desconocido».

Habría muchas otras correspondencias: el valor vertebral asignado a la alteridad, la decepción con respecto al tiempo y al mundo en que se vive –con el que se mantiene una relación a medio camino entre el rencor y la expiación–, lo que alguien llamaba una cierta «irritabilidad del sentimiento», el ejercicio constante de saltos mortales en los que la razón se arriesga y, sobre todo, esa voluntad de disolver antinomias que se han desvelado ficticias: la vida y la inteligencia, la naturaleza y la cultura, el acontecimiento y lo permanente, el presente y la historia, la soledad y la sociedad, el alma y el cuerpo, lo racional y la pasión... Bien poca distancia hay entre lo que uno puede encontrar en libros como el Tristes tropiques, de Lévi-Strauss, el Afrique fantôme, de Leiris o el L’exotique est quotidien, de Condominas y la intensa búsqueda que hombres como Friedrich Schlegel emprendieron para superar toda sensibilidad y fundar la propia concepción del mundo en algo mínimamente sólido, a pesar de la subjetividad y del sentimentalismo de que toda su obra está anegado. Como decía Novalis, y con él , casi dos siglos después, los exegetas que operan desde el pensamiento etnológico de hoy mismo, «la vida es una enfermedad de la mente».

Este ánimo lo encontramos muy bien en encarnaciones de este espíritu insatisfecho como son, para el pre-romanticismo, el Saint-Preux de Rousseau o él propio escritor en sus ya citadas Confesiones, el protagonista del Obermann de Senancour, el Wherter de Goethe o , muy especialmente, el René de Chautebriand. Todos tienen en común el pesimismo y el escepticismo más desesperanzado, el calvario íntimo de la emigración, una incurable melancolía y, frente a una realidad que de pronto ha devenido absurda, un exaltado e insaciable deseo de abarcarlo todo y de ser abarcado por todo. Esa es la premisa moral a partir de la que se hilvana el romanticismo inicial, con Chautebriand, Mme. De Staël, Senancour, Constant, Nodier y todos aquellos que se sienten herederos de Rousseau y del racionalismo del siglo XVIII, que no del XIX. Protagonistas de un punto de apoyo del razonamiento antropológico, de entonces y de ahora, su estado de lucidez –aquel que paradójicamente conduce a no entender casi nada– hace de los modernos etnólogos sus deudores, en aspectos que no necesariamente son sólo de tipo intelectual o ético, sino que, como el caso de Clastres, pueden también alcanzar una analogía formal, incluso en sus más trágicos extremos.

Este parentesco con respecto a las fases iniciales del espíritu romántico, debería dar que pensar, especialmente a quienes gustan de autoestimular una visión ideológicamente tranquilizadora de la antropología y del tipo de explicaciones por ella propiciadas. Se trata de esa llamémosle paradoja que hace, como señala en el último capítulo de las Historias –dedicado a las sociedades de antropología británicas en el siglo XIX–, George Stocking, que la antropología actual tenga bastante más en común con las corrientes apologéticas y degeneracionistas de principios de siglo pasado -políticamente contrarrevolucionarias y ultramonarquicas, y portavoces de la Iglesia Romana en el plano religioso-, que con el evolucionismo y las tendencias «científicas» que caracterizaron dominantemente sus postrimerías.

Si es factible –como habitualmente se reconoce– trazar una línea directa que, iniciándose en Vico, acabaría desembocando en la moderna antropología interpretativa que practican un Sahlins o un Geertz, por ejemplo, atravesando fructíferamente el pensamiento de Montesquieu, Rousseau, Comte, Durkheim, Mauss, Lévi-Strauss, etc., es indiscutible que esa línea recogería lo esencial de las aportaciones de De Bonald, De Maistre y Chautebriand, esto es, los principales exponentes de las doctrinas que Marvin Harris –ese entrañable memo– calificaba de «básicamente oscurantistas y anticientíficas», pero que fueron el fundamento teórico sobre el que se sustentó el primer romanticismo y aquella fase del desarrollo de la etnología, de cuyas últimas consecuencias, tanto en el plano científico como en el plano moral, estamos ahora siendo protagonistas, como militantes o como espectadores.




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