dimarts, 10 de novembre del 2020

La muerte cercana

La fotografía es de Dirk HR Spennemann

Epílogo para padres y maestros del libro "El jardín de mi abuelo", de Maria' Àngels Vila i Mabel Pierola (Bellaterra, 2007)

LA MUERTE CERCANA
Manuel Delgado

Es cierto que una de las características más singulares de nuestra sociedad moderna es la manera como procura escamotear la evidencia de la muerte y de su inevitabilidad. Eso es así especialmente en el caso de los más pequeños, para los que la enfermedad y el fin de la vida son asuntos tabuados sobre los que no se les habla y cuya presencia es negada. Para ellos y ellas no existe ni debe existir la agonía, ni la frialdad de los cuerpos sin vida. Asisten impávidos y ya casi insensibles a todo tipo de muertes de ficción, a veces atroces. En cambio, la muerte real, la natural y cotidiana, la de carne y hueso, la cercana, la de los cercanos..., esa es escabullida, camuflada, disimulada. La muerte sólo es un espectáculo divertido, emocionante, a veces cómico.

Por eso –por esa constatación de la que todos somos conscientes– este cuento y sus metáforas resultan pertinentes. Su utilidad –en buena medida su urgencia– reside en que implica invitar a los niños y niñas a mirar a la cara a la muerte, para que vean que no es tan terrible, y que no hay que temerla demasiado, puesto que tiene la delicadeza de aparecérsenos cuando nosotros no estamos y conformarse casi siempre con materiales humanos más bien deteriorados. Y siempre está cerca, a nuestro alrededor. No nos visita, porque vive con cada uno de nosotros desde que nacemos. Entenderlo así es la primera vía para enfrentarse a ella –cuando nos toque o cuando le toque a aquellos a quienes queremos– con la esperanza del creyente o con la decencia del escéptico que había nacido para vivir y había vivido. Pero siempre con respeto y dignidad.

En el fondo, este cuento viene a restituir la bondad de una forma de relacionarse con la muerte que es la más ampliamente documentada, siempre, en todas las épocas, en todos los sitios, en la inmensa mayoría de sociedades. Antes de que nuestro sistema de vida se impusiese como el único concebible, la muerte era algo mucho más casero y el fallecido uno más en la familia. Morirse se antojaba algo lógico y el moribundo merecía el regalo de morir sin tener que esconderse ni la familia de ocultarlo como algo poco menos que vergonzoso. En nuestra propia sociedad y hasta no hace mucho, la muerte era un acontecimiento familiar no muy distinto de los bautizos, las bodas, los cumpleaños o los encuentros navideños, de los que sólo se distinguía por ser la tristeza el sentimiento que les correspondía. Pero eso fue antes de los hospitales para enfermos terminales, de los asépticos tanatorios municipales, de las ceremonias automáticas o de los entierros en cadena. Antes también –por supuesto– de que la muerte fuera entre nosotros un lucrativo negocio clandestino, no en el sentido de prohibido, sino de vergonzante y oculto.

Es curioso. ¡Cómo un fenómeno puede ser al tiempo tan trivial y tan profundo! A cada momento muerte gente y morirse es acaso una de las cosas más banales del mundo. Toda una vulgaridad. Que poco nos afecta ese amontonamiento de muertes lejanas, cómo nos conmueven y nos duelen las próximas y cómo nos asusta la nuestra. En cambio, eso es lo que hay y entenderlo y aceptarlo es lo único que cabe hacer. Pero no por mera resignación, sino porque esa conciencia de la muerte es el sentido último de la vida, lo que nos permite valorar la suerte inmensa que hemos tenido existiendo. Conviene pensar de vez en cuando en la muerte –como le invita a hacer ese abuelo a su nieto–, para exigirle a cada instante, concebido como rosa de un jardín, que nos entregue toda su fragancia.

Lo único que podría afligirnos no es el hecho de morir, sino el de no haber vivido antes.

Esa es la historia de ese abuelo, de su nieto y de una rosa. Todo muere, para que todo exista. La muerte no es la negación de la vida, sino su más inexcusable requisito. Además, pensándolo bien, tampoco es tan importante, ni tan grave eso de morirse. Como escribiera el poeta, también se muere el mar.


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