diumenge, 20 de febrer del 2022

La reductio ad hitlerum


La foto es de Cara Spencer

Artículo publicado en El País, el 8 de marzo de 1998

LA REDUCTIO AD HITLERUM
Manuel Delgado

Entre los discursos que conforman ese universo de fantasía e ilusión al que damos en llamar «la actualidad», hay uno que resulta en especial inquietante por lo que tiene de contribución a hacer del antirracismo-espectáculo el más eficaz de los baluartes desde el que actúa el auténtico racismo hoy. Ese discurso imagina una grave amenaza para la convivencia social procedente de la actividad perversa de grupúsculos de ideología o estética nazi-fascista. La presencia de tales organizaciones justifica en toda Europa iniciativas legales y policiales contra ellas, que cuentan con el respaldo entusiasta de la prensa y de numerosas organizaciones civiles. En nuestro país, el tema cobra actualidad estos días con la apertura de juicio oral contra Pedro Varela, propietario de la librería Europa y ex dirigente de la neonazi Cedade, al que se acusa de «apología del genocidio» e «incitación al odio racial».

No se trata aquí de discutir sobre cuáles son los límites de la libertad, es decir sobre si en democracia se puede acosar a alguién por pensar, proclamar, escribir o leer alguna cosa. Se trata más bien de advertir acerca de un peligro grave en que se incurre practicando lo que Léo Strauss llama la reductio ad hitlerum, o presunción de que los racistas tienen la culpa del racismo y que éste consiste sobre todo en el activismo de grupos marginales de ultraderecha. El asunto tiene interés, puesto que nutre el folklore popular de nuestros días, como lo demuestran películas tipo Taxi, Bwana o –explicitando la naturaleza demoniaca asignada a estos grupos– El día de la bestia.

Es fácil desvelar el efecto distorsionador de estos relatos centrados en la figura del racista bestial. De entrada, sirven para insinuar que el racismo es una cuestión de conductas, y no de estructuras. Luego, confirman la sospecha de que, en efecto, hay racistas, para inmediatamente tranquilizarnos dándonos a conocer que son ellos. Es decir, el racista siempre es el otro. Es además un racista paródico, una caricatura de nazi, del que a veces se puede establecer la génesis de su invención y diseño. La leyenda de los skin heads resulta bien ilustrativa, puesto que ha consistido en proveer de rasgos de congruencia a un movimiento básicamente estético y desideologizado, sin apenas coherencia interna, al que se ha conducido al centro de la atención pública para hacer de él paradigma del racismo diabólico. Al final, no sólo se ha logrado que muchos cabezas rapadas se hayan amoldado a la imagen que de ellos circulaba sino que se ha contribuido a ampliar su base de reclutamiento : tanto repetir que todos los skins son peligrosos que todos lo peligrosos han acabado por vestirse como skins para que se note que lo son.

La opinión pública percibe así el racismo como una patología localizada que puede y debe ser combatida. De la mano de tan atroz simplificación, el ciudadano llega a concebir el «auge de la intolerancia» a la manera de una especie de western, en que unos malvados persiguen y maltratan a marginados a los que de por sí ya se suponía problemáticos. Es decir los inmigrantes, vagabundos y travestidos ven de este modo reforzada su reputación de conflictivos, puesto que, «por si fuera poco», provocan la aparición de esos parásitos característicamente suyos que son los racistas.

Además puesto que se trata de un problema de orden público se puede llegar a otra conclusión paradójica, que escuché denunciar a José Luis Carol, un joven dirigente de Joves amb Iniciativa : contra el racismo, ¡más policia!. Inferencia sarcástica ésta, sobre todo pensando en a quiénes suele temer más un inmigrante y en quiénes son los destinarios de tantas de las denuncias que se recogen en los informes de SOS Racismo. Tenemos así como la figura del racista absoluto permite que los mismos gobiernos europeos que dictan leyes excluyentes, racistas y xenófobas puedan, encima, aparecer públicamente como los defensores de sus víctimas, a las que protegen de lo que se presenta como los «malos-malísimos» de la película. 

Más allá de esa tarea de desresponsabilizar a las autoridades políticas y a la ciudadanía en general, la reductio ad hitlerum implica algo mucho más preocupante. Es ese fenómeno el que nos permite contemplar como la izquierda y muchos movimientos antirracistas alimentan sus lecciones de moral a base de reproducir ellos mismos los mecanismos que critican. Como el racismo, el virtuosismo antirracista vive a veces sólo de la sospecha, de señalar con el dedo, de pasarse el tiempo chillando «¡a por él!». Dicho de otro modo, al racista total se le aplica el mismo principio del que se le supone portador. ¿Qué dice el racista? : toda la culpa es del inmigrante. ¿Que dice el antirracista vulgar? : toda la culpa es del racista. Conclusión: suprimámosle –a uno o a otro– y el orden alterado quedará mágicamente restablecido.

Hacer de la lucha antirracista una cruzada anti-neonazi supone, no sólo escamotear el origen real de la segregación, la discriminación y la violencia contra seres humanos por causa de su identidad, sino que ejemplifica en qué consiste la estigmatización, ese mecanismo que le permite a la mayoría social o al Estado delimitar con claridad a una minoría como causante de determinados males que afectan a la sociedad y que se evitarían si dicha minoría fuera desactivada. Con frecuencia, el miembro de ese grupo maligno no puede ser reconocido físicamente, de ahí que, una vez detectado, su neutralización se plantee como urgente. Están entre nosotros –se dice–, se nos parecen, incluso nadie diría que sirven a una causa satánica y que lo que pasa es la consecuencia de sus planes. Para localizarlos es suficiente con sospechar de ellos. Un rumor, una noticia, una delación bastan para marcarlos y, a continuación, inventariarlos, clasificarlos, estudiarlos, seguir sus pasos, no perderlos un momento de vista.

Sabemos que están ahí, pero si no están es igual, se inventan. Lo importante es que sean ellos los responsables y que sea a ellos a quienes nos alivie hostigar y, cuando se tercie, castigar. ¿Quiénes son ellos? ¿Y qué más da? Llevamos siglos buscándoles, encontrándoles y dándoles su merecido. Han sido herejes, brujas, judíos, apestados, masones, católicos, protestantes,  comunistas..., protagonistas mutantes de lo que Leon Poliakov ha designado como la «historia policial de Europa», la materia prima de un dispositivo persecutorio que lleva a cabo su tarea a toda cosa y que para ello cambia constantemente de objeto sin cambiar para nada de objetivo.

Hay racismo, lo sabemos. Pero hay racismo no porque haya injusticia, explotación o pobreza... Hay racismo porque hay racistas. ¿Para qué perder el tiempo corrigiendo leyes injustas, profundizando en la democracia, limitando al máximo los estragos del libre mercado? Centrémonos, simplemente, en localizar y perseguir al racista. He ahí la moraleja de la famosa fábula del neonazi supermalvado.




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