dissabte, 22 d’agost del 2020

La violencia extrañada



Último apartado del artículo “Discurso y violencia. La fantasmización mediática de la fuerza”, en la revista de la Facultat de Comunicació Blanquerna de la Universitat Ramon Lull de Barcelona, Trípodos, 23 (2004).

LA VIOLENCIA EXTRAÑADA
Manuel Delgado

Cuesta tomarse en serio las polémicas públicas acerca del exceso de violencia en televisión, en la medida que no hacen sino desplazar a otro campo una vieja obsesión puritana por ocultar ciertos aspectos de la conducta social humana. Si en otro tiempo el asunto central de la fiscalización acerca de lo que puede y lo que no puede ser visto se cebó en la cuestión del sexo y la explicitación de las relaciones carnales, ahora, en nombre de otros criterios pero con idéntico objetivo de crear zonas de lo real  opacas, que se sabe que existen, que se pueden considerar hasta inevitables, pero que deben permanecer pudorosamente veladas. Ha habido explicitaciones de ello, como la que hacía Alexander Stuart cuando, al referirse al fenómeno de la violencia de los hooligans, proclamaba que «la violencia es el sexo de los 90».[1] En todos los casos se trata de considerar que existen cosas que están ahí, pero que no pueden ser mostradas. No es nada casual el emparentamiento de que se hace objeto el sexo y la violencia representacionales. Denota la conciencia que se tiene de que sexo y violencia son variantes radicales de la interacción cuerpo a cuerpo, así como que tanto el placer como el dolor se constituyen en puros signos-moneda cuyo destino son tipos particulares de intercambio y de comunicación. Sexo y violencia pueden ser vistos también como asuntos propios de una zona iconográfica maldita, asociada a una malignidad que es al mismo tiempo ética y estética.[2]

La pornografía cumple una función no muy distinta de la de la violencia mediática o cinematográfica –o incluso musical, como ocurre de ciertas canciones rap acusadas de hacer «apología de la violencia»–, que es la de redimir determinadas realidades físicas,  clausurar una posibilidad de la acción humana habitualmente inhibida, pero no para suscitar su generalización en el plano de lo real, sino todo lo contrario, para constituirse en su sucedáneo y en advertencia sobre su situación de disponibilidad permanente. La erotización de los sistemas de representación contemporáneos –mass media, cine, publicidad– sirve precisamente para lo mismo : soslayar una dimensión que debería permanecer larvada en la vida cotidiana y justamente para que se constriña a tal estado. Parafraseando a Baudrillard y sus comentarios sobre la pornografía, podríamos decir que la violencia mediática está ahí para reactivar ese referencial perdido, para probar, a contrario, con su hiperrealismo grotesco, que al menos en algún sitio existe verdadera violencia.[3] Cuanto menos en principio, la hiperviolencidad de lo mostrado debería corresponderse con la hipoviolencidad de lo vivido, en le medida que el efecto saturador de la exhuberancia de la violencia iconográfica serviría para liberar las actitudes a la vez que sosiega las conductas.

Esa es la razón radical de las discusiones a propósito del exceso de brutalidad en los medios de comunicación o el cine, a no ser que se tomen en serio las especulaciones puramente imaginarias acerca del mal objetivo que causa en los niños y los adolescentes una exposición excesiva ante la espectacularización del uso de la fuerza. No se vé en qué forma podría contrastarse con un mínimo de rigor que la violencia que muestran algunas series de dibujos animados o destinadas a un público juvenil pueda ser un vector en la extensión de conductas violentas. No obstante hay informaciones cíclicas sobre supuestos estudios científicos que «prueban» el papel determinante de ciertos programas televisivos en la agresividad de niños o adolescentes. Con ello lo que tenemos es una variable más de los discursos sobre la violencia, que buscan detectar agentes patógenos claros a la hora de explicar presuntas epidemias de agresividad o violencia «gratuíta», sobre todo cuando corren por cuenta de individuos plenamente integrados que no podrían ver explicada su conducta irregular por factores inherentes a su origen social o a su desviación mental. Por descontado también que en ese caso, como en tantos otros, se puede observar la tendencia del propio sistema de enunciación oficial a contradecir sus propias racionalizaciones. Así, mientras que guerras como la de las Malvinas, Granada o del Golfo fueron guerras sin imágenes, para preveer los efectos perversos que una exhibición de la violencia propia y legal llegó a ocasionar en el caso de la guerra de Vietnam, otros conflictos como los que han tenido por escenario la ex-Yugoeslavia han gozado de un trato exhaustivo por parte de los medios visuales de comunicación, mostrado melodramáticamente atrocidades sin fin que permitieran justificar moralemente intervenciones internacionales en el asunto. Lo mismo valdría para el uso propagandístico que gobiernos como el español han hecho de las escenas terribles generadas por el terrorismo de ETA, manipulaciones que no han tenido ningún escrúpulo a la hora de explotar la imagen de niños, como vimos en el caso de Irene Villa.[4]

Habría motivos para pensar que la peregrina discusión sobre la influencia de las imágenes de violencia en televisión respondería a una preocupación no muy distinta de la que generara, ya hace más de un siglo, la necesidad de ocultar la muerte animal, clandestinizando la actividad de los mataderos y prohibiendo o restringiendo la puesta en escena de la violencia ritual y festiva contra animales, tal y como he procurado sostener en otro lugar.[5] La prohibición de matar en público toros en el transcurso de fiestas populares –con la excepción de la normativizada corrida convencional–, significó en España la irrupción de ese mismo principio que imponía la ocultación de todo derramamiento público de sangre de bestias. De lo que se trataba no era de proteger a los animales del sufrimiento que se les pudiera causar, sino proteger a los propios espectadores de la visión de una muerte que se iba a producir de todos modos. La finalidad última de ese tipo de mecanismos de ocultación sería la de contribuir al acuartelamiento de la fuerza y a su extrañamiento respecto del orden social, insinuando que la violencia sólo puede existir como ejercicio de la legítima defensa o justa necesidad del poder instituido del Estado, o como energia abstracta y extrahumana que, procedente siempre del exterior de la cultura, ha de ser mantenida a raya como un peligro para la supervivencia de la sociedad.

La premisa que debe iniciar toda reflexión sobre la «violencia» debe establecer que reconocemos como tal esa fuerza o energía drástica que puede aplicarse en casos extremos a ciertos actores con el fin de que no actuen o dejen de actuar. En ese sentido, como Talcott Parsons había apuntado, la utilización de esa fuerza tiene que estar controlada en toda sociedad, de tal manera que constituye un foco central en la estructura de cualquier organización social.[6] En relación con ello, toda esta problemática asociada a la representación mediática de la violencia constituye un episodio más de la lucha del orden político en orden a disuadir o persuadir a la mayoría social de algo de lo que nunca aparece del todo convencida. A saber, que el uso de la fuerza no es un recurso cultural y un lenguaje disponibles para fines de lo que podríamos llamar «última instancia», cuya administración y control depende de la propia sociedad, sino una substancia demoniaca altamente peligrosa cuya manipulación debe correr siempre a cargo de especialistas que han sido entrenados por el Estado para tal fin y que reciben de él la legitimidad para entrar en contacto con una materia hasta tal punto dañina, tanto en el terreno de las prácticas como en el de las representaciones.




[1] A. Stuart, Tribus, La Magrana, Barcelona, 1995, p. 12.
[2] Así lo entendió Román Gubern en «La imagen cruel», capítulo que cierra su La imagen pornográfica y otras perversiones ópticas, Akal, Madrid, 1989, pp. 111-130.
[3] J. Baudrillard, Olvidar a Foucault, Pre-textos, Valencia, 1989, p.17.
[4] Sobre la representación mediática del terrorismo, me remito a M. Rodrigo, Los medios de comunicación ante el terrorismo, Icaria, Barcelona, 1991.
[5] Cf. M. Delgado Ruiz,  «Espacio sagrado, espacio de la violencia. El lugar del sacrificio en un ritual taurino en Cataluña: el corre-de-bou de Cardona», en S. Boesch y L. Scaraffia, eds., Luoghi sacri e spazi della santità, Rosenberg & Selier, Turín, 1990, pp. 209-219.
[6] T. Parsons, El sistema social, Alianza, Madrid, 1988, p. 93.


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