divendres, 9 de febrer del 2018

Lo sagrado en el arte contemporáneo

Patlo Palazuelo. Foto de José Manuel Navia
Apartado del texto “Arte, magia y religión. Las concomitancias místicas del pensamiento y la obra de pablo palazuelo”, incluido en Palazuelo. Proceso de trabajo, MACBA, Barcelona, 2006. He suprimido las notas al final. 

LO SAGRADO EN EL ARTE CONTEMPORÁNEO
Manuel Delgado

La sobreposición entre el campo del arte y los compartimentos –de fronteras difusas, por lo demás– de la espiritualidad y la religión debería ser del todo previsible. Todos esos terrenos tienen en común en el imaginario social vigente la ambigüedad crónica de sus límites y de sus contenidos, como si la inefabilidad fuera parte consustancial de su naturaleza. En todos los casos se postula, de entrada, la existencia de un espacio declarado franco por el que pululan hechos, personalidades y productos que se definen por la imposibilidad de definirlos, hasta tal punto remiten a un dominio de lo inclasificable y lo inconmesurable y asumen una condición de sagrados, en el sentido de distintos y distinguibles de lo profano, de lo irrelevante que configura la vida vulgar de los individuos ordinarios, el infierno tenebroso de lo material, todo lo que se amontona en la vida cotidiana y aparece carente de significado profundo y de trascendencia. Sagrados también en el sentido de que todos esos acontecimientos, personajes y producciones suscitan una actitud que debe ser ritual, es decir litúrgica, sometida a protocolos de aproximación o evitamiento que advierten de la excelencia de la obra artística como entidad de alguna manera no exactamente humana, a su creador como individuo dotado de cualidades mediúmicas que le permiten entrar en contacto con dimensiones de la percepción y del conocimiento inaccesibles a las demás personas, y al espectador como individuo consagrado a una forma de ejercicio espiritual, o, como lo planteaba Bourdieu, “una especie de participación mística en un bien común..., forma secularizada del ‘amor intelectual de Dios’”.

Al margen de que haya sido un espejismo etnocéntrico lo que nos haya forzado a reconocer espacios institucionalizados para el arte y la religión o la espiritualidad en otras sociedades, lo cierto es que en los contextos plenamente incorporados a la modernidad esas esferas sí que pueden ver comprensible y hasta inevitable su indistinción. De entrada porque, como Geertz ha insistido en remarcar, arte y religión son, entre y para nosotros, sistemas culturales, esto es órdenes integrados de significados compartidos, expresados mediante representaciones coherentes y comunicables por medio de símbolos, generando campos en los que se verían incluidos orgánicamente personas, actividades y productos que reciben su homologación a partir de juicios emanados por una casta especial constituida por personas consideradas autorizadas o entendidas. Luego, porque sigue vigente la premisa materialista de que, en última instancia y como ocurre con cualquier convicción religiosa, todo arte es ideología encubridora, o, por plantearlo como lo hiciera Plejanov, “quien se hace adorador de la ‘belleza pura’ no se independiza por ello de las condiciones biológicas, históricas y sociales que determinan su gusto estético, sino que cierra los ojos más o menos conscientemente a esas condiciones”

Si los presupuestos tomados de Marx y Durkheim fueran válidos, el arte funcionaría igual que lo hace la religión, es decir procurando una fetichización de las relaciones sociales, desplegándose como dispositivo retórico que permite ver representados los vínculos humanos reales –fuertemente determinados por intereses económicos y de poder– como basados en principios desinteresados y libres, fundamentados en la pura afectuosidad e inspirados por ende en los dictados de algún tipo de instancia sobre o extrahumana. La invocación de un ascendente de alguna manera sobrenatural  en el artista y su obra permite que permanezcan velados los determinantes mercantiles y políticos que organizan el mundo del arte hoy, no muy distintos de los que justificaron la existencia de las grandes instituciones religiosas, de igual modo que el arte garantiza la misma capacidad de hipostatar y hacer trascendentes todo tipo de luchas entre intereses que demuestran las prácticas y las doctrinas religiosas. Dicho de otro modo: parafraseando a Marx, el arte se ha constituido en el opio de ciertas elites –cada vez más masificadas, por cierto–, que han encontrado en el goce estético su particular adormidera.

Algo parecido podría decirse de la perspectiva que Weber nos brindó acerca del lugar de los sentimientos religiosos en orden a proveer tanto de sentido a la experiencia individual como de legitimidad a las relaciones de dominación. El arte ha acabado deviniendo satisfacción para ese imperativo que Weber suponía impeliendo a los seres humanos a combatir el absurdo de su existencia y aliviar las insuficiencias de su dimensión profana, lo que se traducía  en la importancia concedida a los bienes de naturaleza inmaterial. El arte, en efecto, salva, y lo hace –paradójicamente si se quiere, pensando en la  irracionalidad o metarracionalidad de su presunta esencia– a partir de sus beneficios racionalizadores, en el sentido de que –como veíamos en el caso de la autoteorización que Palazuelo hacía sobre su obra– ordena, justifica y jerarquiza la experiencia de la vida y la dota de una plausibilidad que no poseía, insertándola además en un camino de rescate de las imperfecciones del mundo material. Junto a esa demanda individual de redención que tanto la religión como el arte contribuyen a saciar, tenemos esa no menos fundamental necesidad que los sistemas de poder y las clases dominantes tienen de mostrar su autoridad fundada en argumentos numinosos. Es ahí donde el arte aparece complicado en esa trama más amplía –en cuyo seno ocupa un papel central y vertebrador– de lo que damos en llamar hoy Cultura, un campo también difuso que genera últimamente actuaciones públicas o privadas de gran calado.

Tenemos entonces que el misterio que empapa la obra, el proceso creador y la propia personalidad del artista –incluyendo su adscripción a los diversos ocultismos– resultan indispensables para certificar el rango especial y separado del hecho artístico –sagrado, cabría decir de nuevo–, clasificando sus productos, productores, distribuidores y teóricos como miembros de un subgrupo iniciático con acceso privilegiado al dominio del que proceden los significados. En realidad, pero, la atmósfera mistagógica que rodea al arte tiene como misión camuflar las funciones reales y mucho más prosaicas que tiene hoy ese espacio como propiciador de un tipo particular de capital, objeto de todo tipo de transacciones económicas que nunca son explicitadas, pero sobre todo recurso moral legitimador de la máxima eficacia cuyo destino último es disimular todo tipo de asimetrías, que pasan, por la vía de la lógica taxonómica de los gustos, a convertirse de pronto de socioeconómicas en estéticas. Para ello es indispensable que el artista –como personaje conceptual que es– se pliegue a la imagen que se requiere que proyecte como oficiador de un misterio, poseedor o poseído por un saber iniciático que lo convierte en interlocutor privilegiado ante el reino de luz en que impera la Belleza y en el que lo político y lo económico sencillamente no existen.

La celebración del arte se comporta entonces igual que lo haría cualquier otro aparato sacramental asociado a una entidad metafísica que se presenta como eterna y cósmica. En función de esta tipificación en tanto que religiosidad implícita, los gestores o especialistas culturales se constituirían en miembros de una especie de clericato y los críticos en cultivadores de una forma de teología, mientras que el creador asumiría el papel de oficiante de los misterios del arte o del arte como misterio. El papel de todos esos personajes es el de presentarse y ser reconocidos como mediadores autorizados –funcionariales, en el caso de administradores o críticos; carismáticos en el del propio artista– que comunican instancias que, de no ser por ellos, permanecerían aisladas unas de otras, y que son la Belleza por un lado y, por el otro, la vida ordinaria de los simples mortales, siendo sus producciones análogas a las mediaciones de las que habla la teología católica, las imágenes u objetos que le hacen posible al pueblo fiel concebir en términos físicos y venerar las entidades celestiales que ordenan o deberían ordenar su vida.



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