dimecres, 11 de gener del 2017

La identidad de los catalanes


Artículo publicado en El Periódico de Catalunya el 8 de agosto de 2001

LA IDENTIDAD DE LOS CATALANES
Manuel Delgado

La clausura de la última escuela de verano de la Joventut Nacionalista de Catalunya sirvió para que el presidente de la Generalitat plantee con claridad la urgencia de trabajar en un proyecto de país –Catalunya– que no tuviera como eje ni único ni principal la noción de identidad cultural. Con ello no hacía sino explicitar un cambio de rumbo en la definición de la catalanidad que se aprecia en el discurso nacionalista, un cambio que se orienta cada vez más en el sentido de una renuncia a las presunciones esencialistas en favor de un mayor énfasis en los valores de ciudadanía como la materia prima de toda convivencia democrática entre distintos. El proyecto de una Carta de derechos y deberes de los catalanes que se presentará pronto en el Parlament, como iniciativa de su propio presidente, Joan Rigol, es una prueba de cómo esa relectura en clave cívico-social de la condición de catalán está siendo asumida por las propias instituciones.

Ni que decir tiene que esa redefinición ideológica no puede separarse del  aumento de la población inmigrada en Catalunya, fenómeno que una reciente encuesta ha colocado en el primer lugar de las preocupaciones ciudadanas. Esa pluralidad humana que no deja de crecer no podrá hacer nunca suyo un proyecto de país que se base en rasgos compartidos y sólo podrá ser integrada si se acepta que lo que da identidad a los catalanes no es tanto su cultura como su sociedad. Cualquier catalanidad que se presuponga fundada en contenidos culturales positivos –lengua, costumbres, pasado histórico, carácter, religión...– acabará, se quiera o no, resultando excluyente, en la medida en que un número cada vez mayor de personas avecinadas en Catalunya no estará en condiciones de demostrar que los comparte. En cambio, establecer que lo que convierte en catalán a alguien es la participación en una vida común por definición compleja e incluso eventualmente conflictiva es una garantía de que todo aquel que esté –y por el simple hecho de estar– merecerá ser considerado como ciudadano catalán a todos los efectos, sean cuales sean sus adhesiones culturales particulares.

El problema con que topará esa reconsideración doctrinal sobre el lugar de la identidad en la construcción nacional de Catalunya es cómo convencer de su premura y de su inevitabilidad a las propias bases del nacionalismo conservador. Invitado a una discusión con Bienve Moya y la consellera de Enseñanza, Carme-Laura Gil, sobre las relaciones entre identidad y globalización en aquel mismo contexto –la escuela de verano de la JNC–, poco antes de la intervención del President, tuve que escuchar como los asistentes repetían invocaciones a una supuesta personalidad cultural de los catalanes de la que el idioma, la historia y el temperamento eran ingredientes insustituibles. Es decir, vuelta a premisas del tipo: «El poble és un principi espiritual, una unitat fonamental dels esperits, una mena d´ambient moral que s´apodera dels homes i els penetra i els emotlla des que neixen fins que moren» (Prat de la Riba, La nacionalitat catalana, 1906). Premisas que el propio Pujol suscribía en 1976, definiendo la identidad catalana como «una personalitat col·lectiva dotada de coherència i capacitat formativa capaç per tant de donar una definida i operativa manera de ser als seus homes» (La immigració, problema i esperança de Catalunya).

Como se ve, el pensamiento de Pujol ha seguido un proceso que ha acabado reconociendo que la singularidad de Catalunya reside más en el dinamismo de su sociedad que en sus inercias culturales. En cambio, un segmento importante de militantes nacionalistas parece tener graves dificultades a la hora de asumir ese cambio de registro y sigue entendiendo que la catalanidad es un conjunto de cualidades místicas unificadoras –una mentalidad, un carácter, una forma de ser– que permite jerarquizar a los presentes en el territorio en función de su grado de impregnación de tales virtudes primordiales, al tiempo que excluye a los incompatibles con ellas.

Pero, ¿la identidad de los catalanes es eso? ¿Una especie de principio metafísico que los posee, sólo que a algunos más que a otros? ¿O más bien una articulación en movimiento constante que conforman las maneras de hacer, de pensar y de decir de todos aquellos que se consideran a sí mismos catalanes y que, haciéndolo, deberían recibir automáticamente y de golpe el pleno derecho a serlo?



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