dijous, 12 de gener del 2017

La ciudad no como sitio, sino como ruta

La foto es de Jürgen Bürgen


Nota para Carlos Estévez, doctorando

LA CIUDAD NO COMO SITIO, SINO COMO RUTA
Manuel Delgado

Tú piensa que la ciudad, que aparentemente es hoyo y sitio cercado, existe sólo en relación y como relación con todo lo diferente, que sus murallas no pueden dejar de ser franqueadas en ningún momento, puesto que la ciudad se nutre de lo que la niega y que está a su alrededor o, dentro de ella, recorriéndola –como escribía Sartre sobre la nada (El ser y la nada, Losada)– como un gusano. Deleuze y Guattari ven en Mil mesetas (Pre-textos) la ciudad como correlato de la ruta, entidad que es circulación y circuito, definida por entradas y salidas por las que los flujos circulan de dentro a afuera y al contrario, y siempre horizontalmente. 

Es cierto que Rómulo, al fundarla, levanta el recinto que ha de enclaustrar Roma prohibiéndole a ciudadanos y extranjeros rebasarlo bajo pena de muerte, pero en el ritual fundador no olvida levantar el arado que traza el círculo sagrado varias veces. Los intervalos son las portae, cuya función es explicitar que esa ciudad sólo existe en relación con lo que la niega, sin ser su contrario, y que es lo que permanece inconstante en su seno, que viene de fuera y que siempre regresa a esa ningun sitio del que partió y que encarna. La ciudad, en principio apoteosis misma del territorio definido y defendido por cercos y murallas, es también exacerbación de la desterritorialización, puesto que toda materia que se incorpore a la red de canales de entrada y salida ha de decodificarse y disolverse hasta hacerse líquida o gaseosa. Si la ciudad es un punto-circuito, el Estado es o quiere ser particularidad inmóvil. Si las líneas que conforman la ciudad son horizontales, las que genera el Estado son jerárquicas y verticales.

De ahí que, en gran medida, la historia de la construcción de Estados centralizados en Europa haya sido la del control fóbico contra comunidades real o míticamente errantes, como los judíos o los gitanos. De ahí también que, a partir del siglo XIX, las administraciones centrales promulguen leyes especiales contra los vagabundos. De ahí que, en su forma actual, esos mismos Estados no dejen de manifestar nunca su obsesión por fiscalizar los flujos migratorios. Odio y pánico ante cualquier cosa que se mueva, que se niegue a ser estado, como paso previo que acabará haciendo de ella Estado. Por último, de ahí, seguramente, que vagar signifique, según el Diccionario de la Real Academia, “estar ocioso; andar por varias partes sin determinación a sitio o lugar, sin especial detención en ninguno; andar por un sitio sin hallar camino o lo que se busca; andar libre y suelta una cosa, o sin el orden y disposición que regularmente debe tener”. 

En el mismo infinitivo se sintetizan los valores negativos de la improductividad, la desorientación y la ambivalencia. En el lado contrario, el del elogio del nomadeo como nutriente para la inteligencia y la imaginación, los primeros sociólogos y antropólogos de la ciudad –la Escuela de Chicago–, que advirtieron de las virtudes del judío y del hobo –el trabajador ocasional que recorría los Estados Unidos en busca de empleo– como representantes de la agilidad mental humana, puesto que habían obtenido su habilidad para el pensamiento abstracto de las virtudes estimulantes de la errancia constante. Como escribiera Robert Ezra Park en 1923: “La conciencia no es sino un incidente de la locomoción” (“El espíritu del hobo: reflexiones sobre la relación entre mentalidad y movilidad”, en La ciudad y otros ensayos de ecología urbana, Ediciones del Serbal, 1999).





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