dilluns, 29 d’abril del 2019

Lo urbano como sociedad sin asiento

Foto de Frank Jackson
Fragmento del artículo "Elogio del afuera", publicado en la revista Arquitectos 116, 05/04 (2005): 55-76.

LO URBANO COMO SOCIEDAD SIN ASIENTO
Manuel Delgado

Uno vive en su casa. Es decir, vive en un lugar construido, con paredes, techo, ventanas y puerta, al que no en vano llamamos vivienda o espacio para vivir, dando a entender de algún modo que lo que uno encuentra fuera de ella no es exactamente vida. Y es que es bien cierto que –como Richard Sennett nos ha mostrado en alguno de sus mejores trabajos– ese hogar en que se espera que se convierta una vivienda es el lugar de las certidumbres que, a partir de cierto momento del siglo XIX, se levanta contra el temblor crónico de la vida pública, una vida de la que se repite que, en efecto, no es del todo vida, hasta tal punto está marcada por la frialdad, el interés y la desorientación moral. En cambio, frente a esa perspectiva que inventa el hogar y maligniza el espacio que lo rodea –y que se concibe casi como acechándolo–, aparecen, en ese mismo momento, otras visiones que hacen el elogio de la experiencia exterior, esto es de la vida fuera de la vivienda, a la intemperie de un espacio urbano convertido en una dinamo de sensaciones y experiencias.
           
Se da, por tanto, un contraste radical entre una vivencia de lo cierto y confiable que uno puede encontrar sólo en su domicilio, del que de pronto se deserta, y otra vivencia distinta, mucho más incierta, a la que no le podría corresponder morada alguna. Arrebatado por una atracción que lo abduce hacia afuera, el padre de familia dimite de su lugar estable en una institución primaria –la familia, cuya sede natural es la vivienda devenida hogar– y se pierde, de noche, por las calles. Esa contraposición entre las experiencias del dentro y del afuera ayuda a entender la ciudad bajo dos perspectivas distintas: la que la contempla como lugar de implantación de grupos sociales –entre ellos la propia familia, pero también el grupo étnico, la corporación profesional, la confesión religiosa, la asociación civil, el club de amigos, etc.– y la que la reconoce como esfera de los desplazamientos. En el primer caso, los segmentos sociales agrupados de manera más o menos orgánica pueden percibirse como unidades discretas, cada una de las cuales requiere y posee una localización, una dirección, es decir un marco estabilizado y ubicado con claridad, una radicación estable en el plano de la ciudad. Ese lugar edificado en que se ubican los segmentos sociales cristalizados de cualquier especie contrasta con ese otro ámbito de los discurrires en que también consiste la ciudad y cuyo protagonismo corresponde plenamente al viandante y a las coaliciones momentáneas en que se va viendo involucrado –nunca mejor dicho– sobre la marcha. Si el grupo social tiene una dirección, un sitio, el transeúnte es una dirección, es decir un rumbo, o, mejor dicho, un haz de diagramas que no hacen otra cosa que traspasar de un lado a otro no importa qué trama urbana.

Lo que distingue a la ciudad de las implantaciones de la los desplazamientos –la primera sometida a una lógica de territorios, la segunda a una de superficies– es el tipo de sociabilidad que prima en cada una de ellas. Los colectivos interiores están formados por conocidos, a veces por conocidos profundos; los exteriores, en cambio, los constituyen desconocidos totales o relativos. Eso implica el despliegue de códigos de relación del todo distintos en un escenario y el otro. Se da por supuesto que cualquier forma de entidad colectiva que establezca un lugar en la ciudad en que existir en tanto que tal –una sede social, un número en una calle– puede exigirle a sus componentes un grado variable de firmeza, es decir un compromiso de conducta leal en relación con los postulados en que la asociación reunida o reunible bajo techo se funda. Los miembros del grupo social avencidado tienen entre sí una deuda mutua de franqueza a la que los viandantes que mantienen entre sí relaciones deslocalizadas y efímeras no están ni remotamente obligados. En eso consiste la singularidad del vínculo social que caracteriza la vida en exteriores urbanos: en que está hecho de una mezcla de extrañamiento y aversión entre masas corpóreas que se pasan el tiempo expuestas a la mirada ajena y que se protegen como pueden unas de otras mediante diversas capas de anonimato. Una sociedad sin asiento, hecha de cuerpos que se esquivan y miradas que se rehúyen, en paisajes que son siempre pasajes. Ese tipo de relación basada en el distanciamiento y la reserva puede conocer, no obstante, desarrollos imprevistos, desencadenar encuentros inopinados, experimentar sorpresas y turbulencias, en un espacio abierto y disponible para que actúe sobre él la labor incansable del azar.

Planteándolo en otros términos. De un lado, formas de vida social dotadas de sede, cuyos actores principales son colectivos humanos percibidos como unidades exentas y dotadas de algún tipo de congruencia, que podían remitir su existencia como amalgamas estables a un punto más o menos fijo en el mapa de la ciudad. Es decir, entidades cristalizadas constituidas por conocidos entre sí, socios –sentimentales, deportivos, religiosos, estéticos, políticos, corporativos, vecinales, etc.–, cuya conducta recíproca está regulada por códigos en mayor o menor medida institucionalizados. Del otro, formas de vida social no asentadas que tienen lugar en los afueras, incluyendo aquellos interiores construidos que funcionan como corredores o estancias y que convocan para funcionar la lógica de la calle o de la plaza: pasillos del metro, vestíbulos o salas de espera, lugares semipúblicos dedicados al ocio y al encuentro, centros comerciales... En esos contextos superficiales –en el sentido de que se dan en la superficie y que por ellos sólo cabe deslizarse–, la seguridad que ampara ciertas relaciones humanas supuestamente más profundas se debilita y los códigos más sólidos pierden eficacia organizadora y descubren su vulnerabilidad o su reversibilidad. A los individuos y a las agrupaciones humanas que uno puede contemplar desplegando su actividad hormigueante en los espacios exteriores y accesibles de cualquier ciudad solemos llamarles gente. En tanto que unidad societaria, la gente –del paseante o la pareja solitarios a los tumultos de masas– no tiene nada que ver con esas comunidades territorializadas identificadas o identificables de las que los modelos serían la familia, la nación o la tribu.

Frente a cualquier modalidad de corporación humana atrincherable, los individuos que conforman esa unidad social nomádica e inestable –la gente–, y que son transeúntes o coaliciones de transeúntes, se escabullen de cualquier catalogación clara y parecen vivir una experiencia masiva de la desafiliación cultural. Frente a la simplicidad existencial que debe caracterizar la experiencia en el adentro techado, en el afuera, a la intemperie, los grupos ven disuelta su congruencia y los individuos han de someterse a altísimos niveles de indeterminación. En efecto, en el exterior se puede contemplar cómo se hacen y deshacen constantemente asociaciones humanas espontáneas, en tanto es un extraordinario dispositivo de sobreentendidos y acuerdos tácitos lo que la hace posible. Lo que singulariza esas configuraciones sociales extrañadas –en el sentido de protagonizadas por extraños entre sí y de que aparecen en todo momento abiertas al asombro– es su fluidez, así como las interrupciones e irrupciones que no dejan nunca de afectarlas. En ese ámbito de la distorsión y del dislocamiento, la cultura –entendida como forma que adoptan las relaciones sociales– la conforman convenciones estandarizas –“buenas maneras”– que no tardan en demostrarse ejes para la convivencia entre desconocidos, o, lo que es igual, para esa forma de vida estructurada por la movilidad a la que damos en llamar urbana.



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