Respuesta a un comentario de ST en el blog.
ELOGIO DEL DZOGCHEN BUDISTA COMO APERTURA A LA PERCEPCIÓN RADICAL DE LO COTIDIANO
Manuel Delgado
Hace un tiempo, ST colgó un comentario a algo que escribí
sobre el ateísmo budista, es decir sobre la ausencia en el budismo de cualquier
cosa que no esté condenada a disolverse y perecer, y menos una persona
trascendente y providencial, un poco en la línea del clásico de Helmut von
Glasenapp (Barral). ST hacía un apunte muy apropiado sobre el dzogchen,
seguramente, como señalaba, la enseñanza más alta del budismo de base tántrica
y el nudo central de la escuela Ñingmapa y de la tradición Bön. Remitía a este
video que cuelgo arriba, con la locución de un texto de Dilgo Khyentse Rinpoche
y a un número de la revista Cuadernos de budismo: dharmatranslation.org/pdf/Revista_de_Estudios_Budistas-2.pdf.
Me interesa hacer notar el valor de esa reflexión de
ST y ese elogio del dzogchen que él hacía y yo comparto plenamente. Por la
manera que interpela a la vida cotidiana e incorpora una profunda reflexión
sobre la importancia de la percepción inmediata, por cómo advierte de los
peligros de la ilusión del sujeto, es difícil no sentirse identificado con su
mensaje y no hacer notar la afinidad que hay entre la apertura sin límite ante
todas las circunstancias que postula y el propio nombre de este bloc: el
corazón de las apariencias. Conexión profunda con lo exterior, lo que está ahí,
“sin tratar de escondernos dentro de nosotros mismos como la marmota que se
oculta en su madriguera”, sin intentar mantener puntos de referencia fijos que
nos “alejen de la experiencia directa de la vida cotidiana”, permanenciendo
“presentes en el momento”. ¡Qué error es el tópico según el cual el budismo es
un entrenamiento para el conocimiento interior”. El dzogchen no enseña justo lo
contrario, “comprender que el objetivo de la meditación no es sumergirnos
“profundamente” en nuestro interior ni retirarnos del mundo”.
Tanto en las clases de antropología religiosa como
en las del taller de etnografía tengo que hacer un esfuerzo inmenso para que la
gente de clase haga un esfuerzo por acallar ese tonto presuntamente interior,
ese corazón al que la burguesía, como escribía Marx, “cargo de cadenas, luego
de haber liberado de cadenas el cuerpo”. En religiosa es fundamental para que
los y las estudiantes se desprendan del prejuicio psicologista a la hora de
analizar los fenómenos rituales, pero más difícil es la lucha contra el sujeto
a la hora de entrenar a quienes aprenden el oficio para que aprendan a adherirse
a los hechos, abrirse a ellos, a lo que de ellos nos informan los sentidos,
como única vía que permite ponerlos en relación con otros hechos configurando
constelaciones coherentes.
Ese es el esfuerzo en que me empeño a la hora de
hacer entender esa expectación ante lo
que está ahí, que es no lo que consiste la tarea del etnógrafo sobre el
terreno, que no es otra cosa que reconocer y actualizar el axioma de toda
perspectiva científica: el mundo existe, está ahí, y los humanos podemos
conocer algo de él si lo observamos con detenimiento. Se trata de una actitud,
una predisposición a entender que la etnografía es ante todo una actividad
perceptiva basada en un aprovechamiento intensivo, pero metódico, de la
capacidad humana de recibir impresiones sensoriales, cuyas variantes están
destinadas luego a ser organizadas de manera significativa. El trabajo
etnográfico consiste pues en una inmersión física exhaustiva en lo tangible
–esa sociedad que forman cuerpos móviles y visibles, entre sí y con los objetos
de su entorno–, con el propósito de, en una fase posterior, convertir las
texturas en texto –la etnología– y el texto en análisis que permitan hacer
manifiesto el sentido de lo sentido: la antropología propiamente dicha.
Nada
debería justificar una renuncia a la observación
directa de los hechos sociales y al intento honrado de –con todas las
limitaciones bien presentes– explicar posteriormente lo observado, en el doble
sentido de relatarlo y advertirlo en tanto que organización. Todos los
etnógrafos o aprendices de etnógrafo deberían leer detenidamente la Fenomenología de la percepción, de
Merlau-Ponty (Península), para asumir como propio el mismo tipo de posición
sensorial y casi somàtica que atiende un mundo exterior del que hace apología,
y que nos llega a través de lo que flota en la superficie –pero que no es
superficial–, lo sentible, lo que surge o se aparece. Regreso a lo dado,
entendido como lo entendía Hume, a decir de Deleuze: “El flujo de lo sensible,
una colección de impresiones e imágenes, un conjunto de percepciones” (Empirismo y subjetividad, Gedisa). Pasión casi naïf por ver, escuchar, tentar...; urgencia por
regresar a las cosas anteriores al lenguaje, por aprehenderlas y aprender de
ellas. Apuesta por una ciencia no de lo que es o de lo que somos, sino de lo
que hay y de lo que hacemos o nos hacen. Esfuerzo también por tratar de
transmitir a otros lo percibido lo más lealmente de que seamos capaces,
haciendo que nuestra traición a los hechos, convirtiéndolos en lenguaje, sea lo
más leve y perdonable que hayamos merecido.
Palabra: los fenómenos están ahí y hay fenómenos. Creo
interpretar que esa es la esencia de la apertura radical al mundo que pretende
la práctica del dzogchen, es decir del
ejercicio de “experimentarlo todo completamente”. Nueva prueba de esa conexión
entre la negatividad y el escepticismo propio del relativismo cultural
antropológico y lo que entendió y nos dio a entender un sabio inmóvil bajo un
árbol hace dos mil quinientos años, una lucidez que el entendimiento humano no
ha sabido superar. Y ya no es sólo la dimensión al mismo tiempo epistemológica
y deontólogica que implica el íntimo distanciamiento que antropología y budismo
reconocen en común –notado por Lévi-Strauss, por Ruth Benedict, por Gregory
Bateson….–, sino ahora también como recomendación metodológica.
La antropología sólo puede existir en el plano
personal como desprecio hacia esa superstición típicamente occidental a la que llamamos sujeto, ese personajillo triste y de
exigencias exasperantes al que recuerdo que C. Humphreys llamaba de manera muy
acertada en un libro que me marcó en su día, titulado Explorando el budismo (Siglo XX): “ese mono charlatán, que al final se
disuelve”.