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Fragmento de El espacio público como ideología (Catarata, 2014)
EL CIUDADANO Y OTRAS FICCIONES
Manuel Delgado
Esa figura abstracta llamada
"ciudadano" es el rey de la creación del sistema político liberal. Es
él quien permite que la racionalidad política se base en la actividad
concertante y deliberativa de seres para los que cualquier identificación que
no sea esa genérica de ciudadanos resulta improcedente. Nos encontramos con el
núcleo duro de lo que sería para autores como Habermas el concepto republicano de política, para el
que ésta sería el artefacto mediador que permite y regula la autodeterminación
de agregaciones solidarias y autónomas, formadas por individuos emancipados conscientes de su recíproca dependencia, que,
al margen del Estado y del mercado, alcanzan el entendimiento convivencial
mediante el intercambio horizontal y permanentemente renovado de argumentos.
Como se sabe, esa está siendo la doctrina de elección de la socialdemocracia,
pero también de lo que en el capítulo anterior presentábamos como ciudadanismo,
la ideología que han hecho suya los restos de la izquierda sindical y política
que un día se pretendió revolucionaria.
Iluminada por las perspectivas
situacionales, ese democraticismo radical
trasciende la filosofía política
para ir a beber de una sociología de las relaciones urbanas, teorizadas
como fundándose en una coordinación dialogada y dialogante de estrategias de
cooperación, de afinidad o de conflicto, que se articulan en el transcurso
mismo de su devenir. Ahora la deliberación se lleva a cabo en el campo de la
acción y se traduce no sólo en circulación y consenso de opiniones, sino en una
determinada idea de orden público, pero no en el sentido de orden jurídico del
Estado, ni de orden de las relaciones en público, es decir recíprocamente
expuestas y observadas. Orden público
se entiende ahora en tanto que orden del
público, esa categoría social
conformada por individuos privados, conscientes y responsables que ejercitan de
forma racional su capacidad y su derecho a interpretar, pronunciarse y actuar en
pos de objetivos comunes, que pueden ser consistentes y duraderos o
provisionales, pero que sólo pueden concebirse en relación a acciones prácticas
en situación.
A su vez, orden público puede identificarse también con el propio de una
arena real, empíricamente fundada, asociada a la noción de espacio público, pero no sólo como espacio de mutua visibilidad y
mutua accesibilidad, en el que los individuos se someten a las miradas y las
iniciativas ajenas, sino como algo mucho más trascendente y a lo que ya se ha
hecho referencia: el proscenio para las prácticas cívicas concretas, escenario
en que la pluralidad se somete normas de actuación pertinentes, racionales y
justificables, cuya generación y mantenimiento no dependen de normas jurídicas,
sino de una autoorganización sensible de operaciones y operadores concretos, en
que se realiza una coexistencia fundada en competencias no discursivas, sino en
disposiciones y dispositivos prácticos, emanados de un cierto sentido común,
con frecuencia provisto ad hoc. La
teoría política del espacio público –esto es el espacio público no como lugar,
sino como discurso– trabaja a partir de su consideración como ámbito en que
cobra dimensión ecológica una organización social basada precisamente en la
indeterminación y en la ignorancia de la
identidad ajena, puesto que lo que cuenta en ese escenario no son las
pertenencias, sino las pertinencias.
En ambos casos, el individuo alcanza aquí
no sólo su máximo nivel de institucionalización política, sino también su nivel
superior de eficacia simbólica. Sale del campo de la entelequia, deja de ser un
personaje teórico y se cosifica, aunque sea bajo la figura de un ser sin
rostro, ni identidad concreta, puesto que le basta con ser una masa corpórea
con rostro humano para ser reconocido como con derechos y obligaciones. El
ciudadano, en efecto, es por definición una entidad viviente a la que le
corresponde la cualidad básica de la inidentidad, puesto que se encarna en la
figura del desconocido urbano, al que le corresponde una consideración en tanto
que libre e igual al margen de cuan sea su idiosincrasia. Es a ese personaje
incógnito –el mítico “hombre de la calle” del imaginario político liberal– al
que le corresponde la misión de coproducir con otros desconocidos con quienes
convive comarcas de autocomprensión normativa permanentemente renovadas,
compromisos entre actores emancipados, que se encuadran en esa experiencia
masiva de desafiliación que es la esfera pública democrática. La sociedad democrática sería
así, de hecho, una amplificación universal de la idea matriz de sociedad
anónima mercantil, cuyos individuos participan en función no de su identidad,
sino en tanto comparten –en un sentido ahora empresarial– intereses, acciones y
valores.
La vida social se convierte entonces en
vida civil, es decir en vida de y entre conciudadanos que generan y controlan
cooperativamente esa cierta verdad práctica que les permite estar juntos de
manera ordenada. El ciudadanismo como
ideología política se convierte en civismo
o civilidad como conjunto de
prácticas apropiadas en aras del bien colectivo. La convivencia cívica es, de
este modo, concebida como un grandioso mecanismo de interacción generalizada, una
especie de conversación de todos con todos, una polifonía gigantesca en la que
las distintas voces argumentan y deliberan con el objetivo de conformar un
cosmos compartible, bastante en la línea de lo que Habermas define como “acción
comunicativa” o “situación discursiva ideal”, pero que no se conforman con
hablar, sino que se acuerdan obedecer un conglomerado de “buenas prácticas”, un
“saber estar” y “saber hacer” que igualan y que se producen desconsiderando
toda génesis histórica o cualquier constreñimiento socioestructural. Se
instaura así una tierra de nadie, reino del consenso y la comunicación, cuyos
habitantes llegan a acuerdos acerca de qué creer y qué hacer en cada situación.
Esa tierra de nadie en que reina el civismo –el conjunto de las llamadas no en
vano “normas de convivencia”– existe y
funciona, hemos visto más atrás, como si las instituciones y las
autoridades administrativas se hubieran convertido en realmente neutrales, los
dispositivos de producción, intercambio o distribución hubieran quedado al
margen y los segmentos sociales que mantienen entre sí antagonismos crónicos e
insuperables hubieran decido firmar una tregua en sus conflictos en aras a
pactar dilatados paréntesis hechos de acuerdo y negociación.