Segundo apartado de la entrevista publicada en el primer número de Cultura Urbana, la revista de la
Segundo apartado de la entrevista publicada en el primer número de Cultura Urbana, la revista de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, en agosto 2004. Me la hizo Ignacio Farias. El título con que fue publicada fue "La verdad está ahí fuera".
La foto es de Shaqvel |
SOBRE LOS ESPACIOS PÚBLICOS Y SUS ENEMIGOS
- Cuando analizas los espacios públicos
introduces dos distinciones centrales. Primero una distinción entre ciudad y lo
urbano; segundo entre lo urbano y la polis. De esta forma distingues entre tres
tipos de espacios: colectivos, urbanos y políticos. ¿Estas distinciones son
analíticas o a ti te parece que tienen un correlato fenoménico, que
efectivamente se puede observar lo urbano con independencia de lo político o lo
colectivo?
- No es que se pueda observar, sino que
es lo que se observa. Lo urbano es lo que se observa, es lo que acontece. Son
las prácticas, son los sucesos, es un puro acaecer; que tiene que ser
considerado en sí mismo, como un conjunto de actividades que pueden ser
pensadas en términos de estructura, aunque sean en efecto provisionales,
reversibles, efímeras... y en el fondo no estamos negando lo social. Repito, es
ahí donde lo social encuentra su dimensión más intensa y más activa. Toda mi
preocupación es intentar reclamar para la antropología una atención por lo que
acontece, que es justamente lo que más se nos resiste. Tú puedes perfectamente
coger de la solapa a las representaciones y exigirles que confiesen. Puedes
torturarlas hasta que digan la verdad, si es que la tienen. Pero nuestro
problema sigue siendo el mismo, qué hacer con lo que pasa, con lo que está ahí,
con el flujo de la acción, de la actividad, de la conducta humana. Y digámoslo,
las representaciones no es que sean más atractivas, es que son más fáciles.
- Pero qué hacemos entonces con todas
estas aportaciones críticas que apuntan a develar cómo ciertos espacios
públicos son construidos bajo determinadas políticas de representación y
exclusión, que permiten usos diferenciados, por ejemplo según género, estrato socioeconómico,
y en los cuales se representan símbolos nacionales, símbolos estatales. ¿De qué
manera todo este cuadro influye en lo urbano? ¿Qué hacemos con eso, que es
polis completamente?
- Por supuesto, pero aun teniendo en
cuenta esos determinantes que en efecto tienen sino la última una palabra
importante a la hora de definir las prácticas, lo que no se vale es entenderlos
como una especie de maldición de la que no es posible escapar. A ras de suelo
las cosas se complican siempre. Cualquier estructura, incluso las estructuras
más sólidas emanadas desde un poder político o de un orden social, que es por
definición asimétrico e injusto, a su vez puede verse de súbito debilitadas por
lo que es justamente el trabajo de lo social. No se trata de negar bajo ningún
concepto, porque sería incurrir en un idealismo imperdonable, que el espacio
público es un espacio del conflicto. Al contrario, afirmando que es un espacio
de y para la acción social, decimos lo mismo que es un espacio de y para el
conflicto. En ese espacio se dirimen batallas, se llevan a cabo pugnas, por
decir de quién es y qué significa. Y en esas, aquellos que llevan la peor parte
en otros lugares y en otros contextos, pueden tener algo que decir. Ahí hay una
posibilidad de sortear, e incluso según cuando y según como a veces de impugnar
esas contingencias. La idea foucaultiana según la cual las vigilancias
panópticas no pierden de vista en ningún momento lo que ocurre y son capaces de
controlar todos y cada uno de los elementos que concurren allí, en efecto es
una perspectiva que tiene mucho de antidialéctica, y que en el fondo se ve
desmentida por las apropiaciones ilegales e ilegítimas de que el espacio
publico es objeto. Porque justamente en cuanto es un espacio de y para el
acontecimiento, la estructura se siente de una forma u otra y con razón
impugnada. ¡Cómo vamos a negar que hay estructuras! Pero en los intersticios, y
el espacio público lo es, esas estructuras se ven constantemente cuestionadas.
- Lo que me preocupa es qué pasa
entonces con esta figura del transeúnte, seres desafiliados, nihilizados,
atomizados. Una condición que la puedo observar en Tokio, en Estambul, en
Santiago de Chile, en Río de Janeiro, en Barcelona, en Berlín. Entonces me
sorprendo, pues en algún momento pensé que para la antropología uno de sus
principales objetivos era observar líneas de diferenciación sociocultural. Sin
embargo con esta descripción volvemos a una suerte de universalidad de técnicas
de comunicación.
- Por supuesto que sí. No podemos
separar el espacio público de cuál es su raíz ideológica, que es
inequívocamente republicana y por lo tanto universalista. No vamos a
engañarnos. Espacio público no es una noción inocente, al contrario, y oculta
apenas cuáles son sus orígenes ideológicos, que es el ideal republicano de una
sociedad libre e igual. Pero si tenemos que ver cuáles son los enemigos que
hacen de una u otra forma hacen imposible el espacio público como espacio para
el encuentro o para el encontronazo, no sé si deberíamos ver más una fuente de
inquietud en el poder político que, por ejemplo, en la comunidad. Realmente, si
alguna cosa amenaza la posibilidad de ese espacio de y para la acción social,
en el que cada cual puede ser una masa corpórea que actúa, si alguna sombra
puede poner en peligro esa posibilidad, no es tanto un poder del Estado que
panópticamente no pierde de vista lo que sucede en la calle, sino una comunidad
que siempre está dispuesta a marcar un territorio e impedirte el acceso en
nombre de yo qué sé qué principios idiosincrásicos. Por tanto, si hay un
enemigo de aquello que no es más que un puro umbral, de la vida tal como
ocurre, de la situación tal y como se desparrama en la vida cotidiana, ese es
esencialmente la imagen de la comunidad; es justamente la identidad, la
filiación, la obligación a declarar, la obligación a dar explicaciones, a
renunciar a tu derecho a no ser nadie, a reconocer no sólo tu identidad étnica
o religiosa, sino incluso tu propio nombre. A renunciar al derecho a ser un
desconocido, al derecho a ser justamente eso, una sombra que se agita.
- Tu conoces bien las ciudades
latinoamericanas, sé que vas constantemente a Medellín. ¿Qué particularidades
te sorprenden de los espacios públicos en Latinoamérica?
- Es importante reconocer que la noción
de espacio público es una noción radicalmente europea, que no puede separarse
de la tradición política y cultural europea. En Latinoamérica, en efecto, el
espacio público no existe, sencillamente. Ni en los barrios pobres ni en los
barrios ricos. En unos sitios y en otros la obligación de estar constantemente identificados
niega cualquier posibilidad de algo que se parezca a espacio público; que uno
entiende no sólo como su objeto de conocimiento, sino como un cierto ideal de
convivencia, que demuestra que a veces en algún sitio la gente puede vivir a
pesar de ser diferente, mejor dicho, puede convivir a pesar de que es
diferente, o mejor dicho, porque es diferente. En efecto, puedo entender que el
modelo de vida social al cual me remitiría y por el cual lucharía de una forma
u otra ya está ahí. La anarquía, entendida como forma superior de orden, ya está
ahí. Cualquier día, a cualquier hora, en cualquier calle de cualquier centro
urbano, hay una actividad autorrealizada que demuestra la capacidad que tiene
un orden social de autogestionarse, dominado por una mano invisible, es decir,
por nada. En ese dominio, uno puede entender cuáles son las posibilidades de lo
social abandonado a así mismo. En efecto, eso sólo puede verse a ratos, y según
en qué sitios, en América Latina. En la mayor parte de zonas, por una razón o
por otra, lo que ahí domina no es solamente el Estado, sino repito, algo peor,
la comunidad. Por eso a uno le preocupa, cuando va a Latinoamérica, ver el
papel que tiene el discurso comunitarista, que en efecto es una vía para
cualquier cosa, menos para ese objetivo político deseable, que es un espacio
público realmente accesible a todos, en el cual pueda ver uno cumplirse el
viejo proyecto cultural de la modernidad, como proyecto de igualdad y libertad.
Pero eso, en efecto, es allí mucho más raro.
- Por momentos me da también la
sensación que tu descripción de los espacios públicos constituye una forma
ideal de espacio público, una especie de 'situación ideal de no habla', una
situación ideal del límite comunicación / no comunicación. En ese sentido,
funciona como un criterio político para elaborar una crítica política. De
hecho, tú también hablas de la indiferencia como un derecho político...
- Y es que debería serlo. Pero,
atención. La sombra de sospecha que planea sobre una interpretación como la que
yo propongo es inevitable. Básicamente porque en efecto está emparentada con la
de Habermas. Ese republicanismo kantiano del que justamente el espacio público
que él idealiza sería el exponente máximo, el proscenio en el que se despliega.
Por supuesto que yo no me siento identificado en absoluto con esa perspectiva.
Es más, me aterroriza la evidencia de que en nombre de ese concepto de espacio
público se están llevando a cabo políticas de domesticación de la opinión
pública y de la actividad social, y que consisten en una cierta idea de espacio
público como un espacio desconflictivizado, amable, del encuentro entre seres
libres e iguales que usan su razón de una forma adecuada. No. Eso no tiene que
ver en nada con lo que yo defiendo.
- Pero por eso digo que lo que tu
planteas pareciera no una ‘situación ideal de habla’, sino una situación ideal
de no-habla, de no-comunicación...
- De no-lenguaje, pero no de no-habla.
El espacio público es un espacio en que hay mucho menos lugar para el lenguaje,
al menos en la forma que lo entendemos. Aunque haya lenguajes naturales que, en
efecto, sean aquello que los antropólogos deban de una forma u otra
decodificar. Pero en el sentido que ocupamos la palabra lenguaje, el espacio público
es un espacio que en cierta forma se pasa el tiempo cuestionando el lenguaje,
justamente porque es un espacio de comunicación, que, como todo el mundo sabe,
es lo contrario del lenguaje. Pero ahí lo que hay es comunicación. La
comunicación no es lo contrario del conflicto; el conflicto por el contrario es
la apoteosis de la comunicación. Entonces insisto, mi argumentación puede
parecer simple, pero debo una y otra vez remitirme a ella: es en el fondo el
espacio del acontecimiento, de cualquiera, de lo que está a punto de ocurrir,
de lo inminente ¿Y qué es lo inminente? Yo qué sé, ¿cómo saberlo? Si justamente
la imprevisibilidad es lo que lo caracteriza. Lo que digo es que, si tiene que
pasar alguna cosa en algún sitio, será ahí, a ras de suelo, abajo.
- La línea de investigación en espacios
públicos no es la única que has desarrollado. También está el tema de la
antropología religiosa y el anticlericalismo en España. Sorprenden las
constantes simetrías entre el análisis de la iconoclastia y de los espacios
públicos. ¿Es una obsesión equivalente con los pequeños aconteceres de la
religión, que no son estructura, sino técnicas religiosas?
- Claro que sí, incluyendo las de
periódicamente quemar santos. ¿Qué más da? Puestos a venerar... No es una
broma. Cuando yo empecé a trabajar el tema de la iconoclastia lo hice en un
contexto en el que la mayor parte de mis colegas estaban interesados en temas
de religiosidad popular. Bien, puestos a estudiar la manera como las vírgenes y
las imágenes de los santos eran subidas y bajadas de un santuario, no veía
porqué no podíamos entender cómo de vez en cuando eran bajadas de una forma
bastante más deliberada, por ejemplo a patadas. Y cómo por ejemplo el cura, en
lugar de ser objeto de una atención venerable, pues también era alguien a quien
se le podían sacar los ojos. Como una variante de la atención que decía que él
era alguien que merecía una atención especial. Lo que interesa justamente es la
zona de sombra. Lo que nos debería preocupar es lo que no le preocupa a nadie,
que es donde las cosas fallan, donde cualquier tipo de explicación de pronto se
debilita ante evidencias que las desmentirían. Lo que yo planteo básicamente es
hacer una antropología de lo que sobra, de los acontecimientos incluso más terribles que
desmienten la presunción de que las cosas funcionan de una forma, mas o menos,
regular y previsible. El tema de la iconoclastia no fue sino lo que supone esa
tensión por el acontecimiento. De pronto, un espacio público constantemente
recorrido por procesiones y por proclamaciones públicas que territorializaban
la ciudad y que definían espacios de y para el culto, se convertía en un
espacio de la muerte, del fuego, de la destrucción, del Holocausto. Esa especie
de distorsiones, de desquiciamientos no hacía sino llevar hasta las últimas
consecuencias lo que ya estaba ahí.