dimarts, 10 d’octubre del 2017

El tema del adulterio religioso y la truculentización de la Iglesia en "La Regenta"

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La foto es de Mauro Álvarez
Comentario para Carlos Carvajal

EL TEMA DEL ADULTERIO RELIGIOSO Y LA TRUCULENTIZACIÓN DE LA IGLESIA EN "LA REGENTA"
Manuel Delgado

No es solo en La Regenta donde aparece el tema de "el cura entre tú y yo". En España, la insistencia en cultivar esta dirección en la literatura de todo el siglo XIX y hasta 1936 es evidente. Ahora me viene a la cabeza también Tormento, de Pérez Galdós o Doña Luz, de Varela, una historia de amor entre un párroco y su gober­nanta. O to­dos los eje­mplos que nos podría brindar la obra en general de Pedro Antonio de Alarcón, de José María de Pereda o de cual­quier otro exponente de las corrientes liberal‑re­formistas. Como tampoco hay que olvidar todas las piezas tea­trales en que mediaban escandalosamente frailes, como El dia­blo predi­cador o La fuerza del sino. Te copio cuando Pío Baroja hace comentar a uno de los personajes de El árbol de la cien­cia: "Entre los dueños de las casas de lenocinio ha­bía perso­nas decentes; un cura tenía dos y las explotaba con una cien­cia evangélica completa. ¡Qué labor más católica, más conse­rvadora podía hacer que dirigir una casa de prosti­tu­c­ión!" Ahí está "Lagartijo", un sacerdote que Baroja nos prese­nta como "un mozo bravío, alto, fuerte, de facciones enérgic­as... que solía contar con grace­jo historias verdes, que pro­vocaban bárbaros comentarios." En Los últimos románti­cos, Baroja nos mues­tra a unas monjas celestinas, en la mejor línea de las tradi­cionales trotacon­ventos, y a unos dominicos que "arrastraban a las damas". En su anti­clerical El cura de Monleón, nos en­contra­mos con un cura homosexual que intenta "ligar" con un semina­rista. Etc.

Volviendo a la obra de Clarín, que está centrada en muchos sentidos en la imagen del marido burlado‑, está la conversación que mantienen Víctor y Mesía. Para el librepensador don Víc­tor lo que más in­sufrible resulta son las debilidades piado­sas de su esposa: "‑¡Antes que eso, prefiero verla en brazos de otro hombre! ¡Primero seducida que fanatizada!...". Mesía le responde: "‑Puede usted contar con mi firme a­mistad, don Victor, para las ocasiones son los hombres...".­ Hay dos momentos consecutivos en la novela en los que se pone de ma­nifiesto la debilidad de don Víctor para con su mujer: cuando Ana promete asistir al baile atraída por don Alvaro, y, an­tes, cuando la protagonista decide asistir a la procesión de Viernes Santo contra la voluntad de su cónyuge. Cuando Visi­tación se entera no puede dejar de comentar: "¿Y el pobre calzonazos dio su permiso?"

O cuando Don Álvaro –aquella especie de Don Juan‑ reconoce que "en general, envidiaba a los curas, con quien conf­esaban sus queridas, y los temía"

Aunque lo que más me gusta de La Regenta es cómo representa la imagen tenebrista y lúgubre del catolicismo. Déjame que te transcriba un sermón en una igle­sia de Vetusta:

"Era en la parroquia de San Isidro, un templo severo, grande, el recinto estaba casi en tinieblas, tinieblas como refleja­das y multiplicadas por los paños negros que cubrían altares, columnas y paredes; sólo allá, en el tabernáculo, brillaban pálidos algunos cirios largos y estrechos, lamiendo casi con la llama los pies del Cristo, que goteaban sangre; el sudor pintado reflejaba la luz con tonos de tristeza. El Obispo hablaba, con una voz de trueno lejano, sumido en la sombra del púlpito; sólo se veía de él, de vez en cuando, un reflejo morado y una mano que se extendía sobre el auditorio. Descri­bía el crujir de los huesos del Señor al relajar los ver­dugos las piernas del mártir, para que llegaran los pies al madero en que iban a clavarlos. Jesús se encogía, todo el cuerpo tendía a encaramarse, pero los verdugos forcejeaban; ellos vencerían: "¡Dios mío, Dios mío!", exclamaba el Justo, mien­tras su cuerpo dislocado se rompía por dentro con chas­quidos sordos. Los verdugos se irritaban contra la propia torpeza; no acababan de clavar los pies... Sudaban jadeantes y maldi­cientes; su aliento manchaba el rostro de Jesús..." ¡Y era un Dios, ¡el Dios único, el Dios de ellos, el nuestro, el de todos! ¡Era Dios!", gritaba Fortunato horrorizado, con las manos crispadas, retrocediendo hasta tropezar con la pie­dra fría del pilar; temblando ante una visión, como si aquel a­liento de los sayones hubiese tocado su frente y la cruz y Cristo estuvieran allí, suspendidos en la sombra sobre el auditorio, en medio de la nave...
         A las pausas elocuentes, cargadas de efectos patéticos, a que obligaba al Obispo la fuerza de la emoción, contestaban abajo los suspiros de ordenanza de las beatas, plebeyas y aldeanas, que eran la mayoría del auditorio. Eran los sollo­zos indispensables de los días de Pasión, los mismos que ex­halaban ante un sermón de cura de aldea, mitad suspiros, mi­tad eructos de la vigilia.
         Las señoras no suspiraban; miraban los devocionarios abiertos y hasta pasaban hojas. Los inteligentes opinaban que el prelado se había descompuesto, tal vez se había perdi­do.  "Aquello era sacar el Cristo". El púlpito no era aque­llo. Gloecester, desde un rincón, se escandalizaba para sus aden­tros. "¡Pero eso es un cómico!".




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