diumenge, 29 d’abril del 2018

El arte público como paisajismo y como escenografía

Parc Carrefour Pie IX, en Monttreal. La foto es de David Giral y está tomada de http://blog.davidgiralphoto.com/
Fragmento de la intervención en las II Jornadas sobre arte público, celebradas en el Centro Cultural Montehermoso de Vitoria, en noviembre de 2002. El título de la conferencia fue "Arte público y desolación urbana".

EL ARTE PÚBLICO COMO PAISAJISMO Y ESCENOGRAFÍA
Manuel Delgado


Tanto en los modelos urbanísticos tipo Ciudad Ideal o Ciudad Bella, o en el caso de la generación de espacios públicos “de calidad”, el arquitecto y el artista son considerados como paisajistas. Cabe recordar al respecto que la noción de paisaje procede de una forma de relacionarse con el mundo externo que no tiene nada de eterna ni de universal. Como se sabe, no encontraríamos nada parecido al paisaje –tal y como lo entedemos ahora– antes de la aparición de la perspectiva como estrategia de representación en el siglo XVI, cuya función va ser la de encuadrar el mundo, en el doble sentido de colocar uno de sus fragmentos en un marco y de someterlo a la disciplina de una cierta forma de ser contemplado. Recuérdese al respecto la manera como, en un célebre ensayo de 1913 –“Filosofía y paisaje”–, distinguía Georg Simmel entre naturaleza y paisaje y como ese razonamiento puede extenderse a la relación entre ciudad y paisaje: la ciudad como pura nerviosidad –por emplear el término que hubiera preferido Simmel–, una trama inexcrutable de apropiaciones masivas o microbianas, y su paisaje, recorte que reduce y estandariza esa actividad frenética de lo social sobre sí mismo y lo muestra finalizado, concluido, acabado. Había una especie de maraña en movimiento –lo urbano– y ahora tenemos una imagen central y centrada: el paisaje. El urbanista y el artista han producido un dispositivo visual, lo que Simmel describe como una escisión reconciliante, algo “individual, cerrado, satisfecho-en-sí y que, con ello, permanece arraigado, libre de contradicciones”. Se puede pasar de este modo de lo urbano en tanto que naturaleza –plasma ilimitado de formas en movimiento– a la ciudad como paisaje, enmarcada, ordenada, diáfana, a salvo de un mundo del que ha huido o al que ha ahuyendado, esperando ser contemplada en su eternidad. 

Hay que añadir que, en una última etapa de la historia de la escultura pública, ese paisaje que ésta contribuye a generar es más bien, como ha señalado en un fundamental texto Rosalind Kraus, un no-paisaje, en el sentido de que, en tanto que la obra instalada ha dejado atrás cualquier intención de hablar de otra cosa que de sí misma, el espacio en que se ubica podría ser cualquier espacio, puesto que es un espacio ideal e idealista, un limbo pensado para usuarios no menos idealizados, en ciudades que podrían ser cualquier ciudad. El pedazo de ciudad que el encuadramiento paisajístico pretende congelar y salvar del desgaste está determinado por una obra ensimismada, que renuncia a toda raíz y que en realidad podría sercualquier cosa. De ahí que el resumen del encargo que el administrador o el promotor le formulan al planificador de modernas ciudades podría ser: “Abra, derribe, expulse, genere un hueco y póngame cualquier cosa ahí”

Al tiempo que su tarea de recorte y estabilización de lo real urbano ponen al tándem arquitecto-artista al servicio de un proyecto paisajístico, la atención prestada al control sobre la vida que se ha de desarrollar en esos marcos convierten su labor en escenográfica. En efecto, la simultánea arquitecturitzación y artistización de la calle, el parque, la plaza, el vestíbulo y otros pasillos urbanos, son instrumentos al servicio de la moralización política de las ciudades. En primer lugar –como ha quedado dicho– porque se espera que contribuyan a la pacificación de una vida urbana que, hoy como ayer, no deja de ser percibida por las instancias de poder como demasiado enmarañada, demasiado predispuesta para que en ella se registren todo tipo de apropiaciones indebidas y conflictivas. A su vez, porque ese énfasis en concebir y tratar el espacio público en términos de decorado escénico es inseparable de la tendencia creciente en políticas urbanísticas a espectacularizar esa misma vida urbana, convirtiendo el conjunto de las prácticas públicas –una vez depuradas de cualquier contenido desviado, desobediente o simplemente imprevisto– en una suite de amables movimientos coreográficos guiados por los principios abstractos de la “buena ciudadanía”. 

Se vuelve con ello a un concepto típicamente barroco de sociedad pública como sociedad cortés –de ahí la analogía de los conceptos de cortesía y urbanidad–, con aquel talante socialmente estéril que cultivó en los siglos XVII y XVIII los efectos realistas y teatrales, en los que la disposición de los elementos respondía a las exigencias de la apariencia, la aparatosidad y la ostentación. Espíritu éste que el siglo XIX recuperará para orientar la ornamentación de las grandes capitales europeas, fieles a aquella estética propia del nuevo orden político burgués, pero también hoy en día, a las órdenes de criterios en tantos sentidos deudores de la trivialización mediática y publicitaria, que ven los escenarios urbanos como colosales platós televisivos y a sus usuarios como meros figurantes de un permanente e interminable spot de promoción comercial de un producto de consumo como otro cualquiera: la ciudad.




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