diumenge, 8 d’abril del 2018

Rosa de Fuego


La foto es de Mireia Comas
Traducción de “Feuerose”,  prólogo para Rebellisches Barcelona (Nautilius, Hamburgo, 2007).

ROSA DE FUEGO
Manuel Delgado

Para los políticos y los planificadores, una ciudad es un sistema de edificaciones, instalaciones, infraestructuras e instituciones en el que vive una población más bien numerosa, cuyos componentes suelen no conocerse entre sí. La imagen que recibimos de cualquier metrópolis a través de un mapa o de una fotografía aérea es la de un entramado hecho de volúmenes y canales, un orden de puntos y pasillos por los que transcurre de forma más bien regular la vida ordinaria de sus habitantes, cada uno de ellos abandonado a sus ocupaciones y preocupaciones. Ahora bien, esa actividad supuestamente previsible de la población de una ciudad experimenta de vez en cuando espasmos o convulsiones que tienen como escenario esas calles y esas plazas en apariencia tranquilas y rigurosamente vigiladas. Esas contorsiones periódicas que experimenta toda ciudad vienen a desmentir la pretensión que los poderes esgrimen de que dominan de veras o incluso simplemente conocen esa vida urbana que creen administrar. Esa evidencia –la de las ciudades como sistemas que experimentan cíclicamente movimientos espasmódicos no controlables– es la que nos invita a entender la ciudad como cualquier cosa menos como una entidad equilibrada y predecible, puesto que en todo momento puede experimentar grandes descargas de energía social, que pueden ejercese sobre la nada –por el puro placer de desplegarse, como ocurre con la fiesta–, pero también sobre la historia, como vemos en el caso de las insurrecciones, las revueltas y las revoluciones.

Ese es, por supuesto, también el caso de Barcelona. La capital de Catalunya ha venido ocupando en los últimos tiempos un lugar de privilegio, tanto entre los destinos del turismo de masas, como entre los lugares preferidos por las castas intelectuales, especialmente aquellas interesadas por los experimentos en materia urbanística o arquitectónica. Casi cuatro millones y medio de personas –un 9 % más que el año anterior– visitaron Barcelona en 2005 atraídas por su oferta lúdica o cultural, como consecuencia de políticas de promoción de la ciudad como un producto de consumo más, subrayando los aspectos que puedan hacerla más atractiva en términos de simple márketing. La festivalización del espacio urbano –que culmina con los Juegos Olímpicos del 92– contribuye a ese clima de falsa felicidad colectiva que debe esperar al viajero. Las campañas de propaganda subrayan las virtudes de una capital cargada de valores de prestigio, asociados siempre a una memoria hecha de singularidades históricas y artísticas, siempre adecuadas a un determinado imaginario de lo que debe ser una ciudad “próspera y culta”. Ahora bien, esa memoria –como toda memoria oficial– está hecha en realidad de olvidos y de imposturas. Se realzan ciertos hechos asociados con lugares y fechas, pero eso es a costa de escamotear todo aquello que informa de su dimensión más intranquila y, por ello, más creativa, esa dimensión en que deposita lo mejor y más digno de su propio pasado como entidad colectiva. Este libro contiene justamente el testimonio de esa otra historia reciente de Barcelona, los hitos de un pasado a veces inmediato, cuyos protagonistas no fueron sabios, arquitectos o artistas, sino rebeldes con nombre y apellidos o multitudes anónimas, reunidas para el desacato.

La obra que ahora se inicia es, por tanto, una suerte de “guía” bien distinta de las habituales, algo así como un índice de los momentos –y sus enclaves– en que los barceloneses demostraron que una ciudad está hecha también de desobediencias y resistencias, que su dignidad –lo que la hace merecedora de la más respetuosa de la visitas– no procede de sus museos, de sus joyas arquitectónicas o de su sabor local, sino de la virtud que sus habitantes han demostrado a la hora de impugnar la injusticia y la arbitrariedad de los poderosos. Paso a paso, distribuyendo marcas en un mapa de la ciudad bien distinto de los destinados a los turistas, el libro nos recuerda, barrio a barrio, los puntos precisos donde están o estuvieron los protagonistas individuales y colectivos de la Barcelona disidente del último siglo y medio.

Esa grandeza de algún modo siempre perdura, como lo ha demostrado Barcelona en unos últimos años en que, ignorando las instrucciones que la obligaban a contribuir al gran espectáculo en que la querían convertir, ha puesto de manifiesto que los planes para hacer de ella un aparador amable y dócil han fracasado. En los últimos años, en efecto, se han producido en Barcelona evidencias de lo lejos que se está de aquel espacio público bajo control con que soñaban sus autoridades políticas y urbanísticas. En un último periodo –más allá de los límites cronológicos que esta Barcelona rebelde se propone considerar– se han visto renovada la tradición popular barcelonesa de usar los exteriores urbanos para la protesta y la insubordinación. Repasemos la lista de lo que hubiera podido ampliar en el tiempo el índice de esta obra, las pruebas de que la Barcelona oficial no sólo silencia su pasado, sino también su propio presente.

En mayo de 2000, miles de personas se expresan en público para nunciar el desfile militar que el Ministerio de Defensa español se pretende celebrar en lugares céntricos de la ciudad, entendiendo la exhibición de las tropas como una especie de usurpación contaminante que no cabía tolerar. Finalmente, el acto militar tiene que llevarse a cabo en un rincón marginal de la ciudad y casi a puerta cerrada. En junio de 2001 el anuncio de una reunión del Banco Mundial suscita una convocatoria  para su rechazo público. La perspectiva de disturbios –que se habrán de producir igualmente– hace que los convocantes del encuentro económico internacional suspendan su realización. En marzo de 2002, la cumbre de jefes de estado y de gobierno europeos es objeto de repudio por parte de la ciudadanía. A cada momento, en todas direcciones, Barcelona se ve agitada por manifestaciones de protesta, algunas de ellas con cientos de miles de participantes. En la principal, los políticos que pretenden capitalizar la marcha se quedan solos tras su pancarta, que nadie sigue. La multitud los ignora y desfila tras de la que proclama “Contra la Europa del Capital”. Negándoles su hospitalidad, la ciudad obliga a los grandes mandatarios del continente a acampar a sus puertas y les hace inviable la mínima visibilización en su interior. Una Barcelona ocupada por la policía advierte que no está dispuesta a aceptar la presencia de ciertos indeseables en sus calles. En febrero y marzo de 2003 colosales movilizaciones contra de la invasión de Irak ocupan de forma casi permanente las calles de la ciudad y alcanzan repercusión mediática internacional. Según la prensa, varias de ellas rondan –y sobrepasan en algún caso– el millón de participantes.  El propio Georges H.W. Bush se refiere a ellas como encarnación de las protestas mundiales contra la guerra. Cada noche –la primera como resultado de un convotoria; las siguientes de manera espontánea– los habitantes de la ciudad se asoman a ventanas y balcones para hacer sonar sus cacerolas. Barcelona ruge, truena. En marzo de 2004, muchedumbres agitándose en todas direcciones vuelven a tomar la palabra en Barcelona para expresar su indignación contra la mentira de Estado con que el gobierno del Partido Popular intentaba manipular los atentados en los trenes de Madrid del dia 11. En el otoño de 2006, las protestas contra las políticas urbanísticas municipales provocan de nuevo la suspensión de un encuentro “al más alto nivel”, en este caso el de ministros de vivienda europeos. De nuevo una Barcelona enfurecida atemoriza a los poderosos. Todas esas movilizaciones enumeradas fueron convocadas y encauzadas por plataformas cívicas ajenas –e incluso hostiles– a las instituciones políticas. 

En esa Barcelona sobrevive un viejo espíritu de rebeldía y desconfianza hacia los poderosos, un espíritu de cuyas manifestaciones este libro es inventario. De esta ciudad, que un día fuera la Rosa de Fuego, nada saben –no quieren y no pueden saber– los responsables de su concepción y gestión en tanto que "modelo". Son ellos quienes han hecho que Barcelona un exponente de la usurpación capitalista de la ciudad: especulación masiva, terciarización, destrucción de patrimonio, servidumbre a los requerimientos del mercado, desdén por solucionar los problemas más graves de la ciudadanía, tematización de los centros urbanos, gentrificación –es decir apropiación por clases medias y altas de lo que un día fueron barrios populares–, estrecha colaboración entre la Administración y empresas privadas –un magnífico ejemplo de lo que alguien ha llamado “capitalismo asistido”–, triunfo de la arquitectura meramente espectacular, banalización generalizada, monitorización de todos los aspectos de la vida, exclusión –incluso expulsión– de los sectores más débiles de la población y férreo control sobre los más ingobernables. Pero frente o de espaldas a esa voluntad de usurpación Barcelona no puede olvidar que la historia de su último siglo y medio ha sido la de un dilatado episodio de esta vieja lucha a muerte entre la ciudad concebida y la ciudad practicada, entre la polis y la urbs, entre lo estabilizado y lo magmático, entre la política y la vida. Frente la voluntad oficial por convertir el espacio urbano barcelonés en un escenario bajo control, monitorizado, adecuado a los intereses de aquellos que creen poseerlo, las grandes o pequeñas multitudes que han ocupado las calles en ciertos momentos intensos de la historia –también en fechas recientes y acaso ahora mismo– advierten una y otra vez para qué sirven, en última instancia, las calles.

Barcelona, como cualquier ciudad, siempre es “otra cosa”. Esa otra cosa tiene algo de monstruoso, en el sentido de que carece en realidad de forma y de sentido. Parece una mera morfología, pero es en realidad un ser viviente, dotado de una inteligencia secreta, de una piel por la que siente y de esa musculatura que lo agita. Puede antojarse a veces que a esa bestia feroz y tierna se la puede domesticar, hacer de ella un animal sumiso y amable, pero a la mínima oportunidad conoce súbitos asilvestramientos que advierten de su naturaleza en última instancia indómita. Parece una cosa, pero es una fuerza. Y, de este modo, esa vitalidad que no es posible ni contentar, ni conocer, ni detener se desborda a veces y vuelve a convertirse, de pronto, en lo que nunca deja de ser. Y Barcelona, y las ciudades, rejuvenecen, recuperan durante horas o días su vieja sustancia hecha de conflicto y de verdad. Y se vuelve a ver a los descontentos y a los agraviados recuperar unas calles que siempre fueron suyas y se vuelven a escuchar sus voces insolentes. Desde sus balcones, los poderosos y sus proyectadores de ciudad contemplan incrédulos y horrorizados su fracaso, ante una pura energía colectiva que en cualquier momento podría cambiarlo todo de sitio. Abajo, una potencia sin poder. Arriba, un poder impotente.


       

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